El 15 de agosto es, quizá, el día con más fiestas patronales de todo el año. En la costa, en el interior, en ciudades, barrios, pueblos... se celebran en todas partes, cada una con sus ritos y tradiciones particulares. A mí todos los años me toca una con su procesión y comida familiar correspondiente, y todos los años tengo las mismas pocas ganas de ir. En primer lugar, porque además de a los familiares, no conozco a nadie en el pueblo, por lo que la función de "encuentro social" no tiene cabida en mi caso. La procesión, con sus beatas y sufridoras de pies descalzos, te permite entretenerte durante un tiempo mientras la miras pasar a tu lado y, además, es señal inequívoca de que cuando termine, faltará poco para que vayas a comer. El haber tenido que escuchar la misa a volumen discoteca aun sin estar dentro de la iglesia no se lo perdono al señor Benedicto, que bastante crispada me tiene con su baño de masas de Madrid (¿soy la única a la que le parece que el Papa no viene nunca, que anuncian su llegada sin parar y que sus jornaditas parecen durar eternamente?) Y lo peor, lo peor, fue ver las dos bandejas de plata llena de billetes y monedas, cuando estos días miles de personas se mueren de hambre en Somalia.
De todas formas, entiendo que para muchos el día de las fiestas grandes del pueblo sea maravilloso y estupendo y que se pasen un año esperando a que llegue. También que su Santa les parezca la más bonita, su procesión la más multitudinaria y sus orquestas, las que más animen al personal. A mí, sin embargo, me parece que los Primos disfrutaron más sus fiestas que yo de las mías.
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